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Un modelo de país que aprenda, por John Müller

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Por John Müller 

Periodista de larga y destacada trayectoria en medios nacionales y españoles. Participó en la fundación del diario El Mundo de España en 1989, donde trabajó 25 años y llegó a ser director Adjunto. Actualmente es editorialista del diario ABC de Madrid y columnista de Radio Pauta de Chile. 

EN LA FOTO: John Müller, periodista,
editorialista del diario ABC de Madrid y
columnista de Radio Pauta de Chile.

Leo en el libro “Cómo Chile evitó ser un caso de desarrollo frustrado” el siguiente resumen: “En 2050, el PIB per cápita superó los 90.000 dólares. El milagro económico que llevó al país al desarrollo fue fruto del Gran Acuerdo Nacional de 2026, alcanzado por el Congreso y ratificado en un plebiscito por el 70% de los votantes, tras constatar que tres lustros de estancamiento no satisfacían las ambiciones de los chilenos. Los cambios fueron básicamente políticos: el primero, fue volver a un sistema electoral que estimulaba mayorías y acuerdos, y el segundo, pasar a un régimen parlamentario, donde los gobiernos son fruto de la negociación en el Congreso.

El Presidente de la República pasó a ser solo jefe de Estado y se ocupa de proteger y ampliar los grandes consensos que son tres: mantener un estricto manejo fiscal que impide endeudar a las generaciones futuras; una economía de libre mercado centrada en el crecimiento y el respeto a la propiedad privada, y la protección del medioambiente y la integridad del país. El presidente designa al ministro del Interior, que ejerce como jefe del Gobierno mientras cuenta con el apoyo de una mayoría del Congreso”. 

No existe el libro del que habla el párrafo anterior. Sí está disponible su antecedente, ‘Chile: un caso de desarrollo frustrado’, publicado en 1959 por Aníbal Pinto Santa Cruz, un recordatorio de lo antigua que es la aspiración chilena de alcanzar el desarrollo. Y, también, un ejemplo triste de que con las ideas que dominaron la política chilena hasta 1973, incluidas las del propio Pinto Santa Cruz, el país era un quiero y no puedo. Un Chile cuya élite, a la que él pertenecía, podía alcanzar altas cumbres, pero que solo servían de ejemplo para una gran masa que ni comía ni se vestía con eso. 

“Lo que nos pasa tiene mucho que ver con un aforismo de Séneca: ‘No hay viento favorable para el que no sabe a dónde va’”.

La prosperidad a gran escala, la que permitió reducir la pobreza extrema a un dígito, solo la trajo la combinación de las ideas liberales de los economistas de Chicago -el denostado “modelo”- y la legitimidad de un sistema democrático. Sin embargo, la obsesión con la idea de una Constitución impura, nacida de un trauma equivalente a las circunstancias que rodearon la creación de las constituciones de Alemania o Japón, llevó a los políticos a emprender una serie de cambios (y a no hacer otros), que en 2016 ya habían mutado la fisonomía de un país que crecía en torno al 6% en la década de 1990. 

Uno de los cambios fue decretar la muerte del Chile desregulado y de bajos impuestos y cercenar la posibilidad de seguir un arquetipo como el irlandés, que podía haber convertido al país en una plataforma atractiva para el desarrollo tecnológico y todo tipo de negocios. Se le critica al modelo de baja tributación irlandés que el dinero de las big tech solo pasa por ahí y no deja nada, pero esa es una mirada sesgada, porque el dinero “pasa por ahí” creando empleos, infraestructuras y elevando la cualificación de una población que, además, tiene la suerte de dominar la “lingua franca” que es el inglés. Entre ser Irlanda o imitar a Italia o Grecia, Chile apostó por las segundas, sin estar en Europa y sin Imperio Romano ni Pericles. 

“Entre ser Irlanda o imitar a Italia o Grecia, Chile apostó por las segundas, sin estar en Europa y sin Imperio Romano ni Pericles”. 

La compuerta para una subida desbocada de impuestos empresariales la abrió Sebastián Piñera en su primer gobierno y la remató Michelle Bachelet con la reforma de su ministro Arenas en su segundo mandato, que sentenció al país a un bajísimo crecimiento. 

El segundo gran cambio fue el deterioro de la política, que perdió capacidad de gobernar el país. Llevados por el mito de que existía un hiperpresidencialismo impuesto por la Constitución de 1980, se debilitó con sucesivas reformas la figura del Presidente, que ya en la primera década del siglo XXI, con el surgimiento de los diputados “díscolos”, daba señas de estar maniatado. El resultado es que desde Bachelet II -y probablemente desde Piñera I- no se ha hecho una reforma que vaya por delante de los problemas nacionales. El Presidente es apenas un guardia de tráfico, que dicta la velocidad de tramitación de las leyes. 

Estos pruritos y malas decisiones fueron el fermento del estallido social de 2019, que marca el inicio de una peregrinación del pueblo chileno por el desierto de su frustración. Lo que nos pasa tiene mucho que ver con un aforismo de Séneca: “No hay viento favorable para el que no sabe a dónde va”. 

Es cierto que el modelo económico daba signos de agotamiento en la primera década del siglo XXI. Su gran acierto no fue la liberalización, las privatizaciones y la reducción del tamaño del Estado o los bajos impuestos -que fueron muy relevantes-, sino la temprana apuesta de Chile por la apertura al exterior. Con ella y con el desarme arancelario el país se adelantó tres lustros al gran fenómeno que se aceleraría a partir de 1989 con el fin de la Guerra Fría: la segunda globalización. 

El país cosechó durante años el dividendo de esa anticipación y de la visión que la propició. Pero con el cambio de siglo y la entrada de China en la OMC, la globalización empezó a cambiar. Diversos expertos han apuntado que el modelo de apertura comercial de la década de 1990, del que se beneficiaron países como Chile o Corea del Sur, ya no sirve para extraer naciones del subdesarrollo, porque las cadenas de valor y la estructura de las sociedades han cambiado. 

Por lo tanto, el desafío de encontrar un nuevo modelo de desarrollo es enorme. Todo se complica, además, por el renovado poder de la política y la geopolítica. Una crítica habitual en Chile era que el ministro de Hacienda mandaba más que el Presidente. Mientras eso ocurrió, el país hizo reformas sensatas. Ahora, la política manda sobre la economía en todo el mundo.

Y el problema de esto es que mientras los economistas piensan que la cooperación libre e incentivada genera juegos de suma positiva, con beneficios para todos, los políticos (como su “alter ego” los militares) creen que todo es un juego de suma cero, donde lo que uno gana lo pierde otro. 

Hoy, el mundo es de una complejidad extraordinaria. No se sabe qué va a hacer el Estados Unidos de Donald Trump en cuestiones centrales. Ni Vladímir Putin, ni la teocracia iraní, ni el israelí Netanyahu. China es un misterio encerrado en un acertijo. Europa, una residencia geriátrica cuyos líderes han decidido tomarse vacaciones respecto de la historia del mundo, con una economía en decadencia donde la gran incógnita es cómo va a rehacer Alemania su economía y Francia, su sistema político.

En Chile se puede empezar por un gran pacto, donde la clase política se haga el harakiri y dé paso a un sistema electoral que premie una política de acuerdos, que jubile a muchos de ellos, pero que ponga como prioridad el buen gobierno del país. Hay que reconocer que los que apostaron a que la mejora de la representatividad parlamentaria iba a hacer más popular a la clase política se equivocaron. El país necesita un modelo que aprenda de sus propios errores. No existe el libro del que habla el primer párrafo de este artículo, pero hoy es un buen día para empezar a escribirlo.

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